La paz no debe entenderse únicamente como la ausencia de guerra, sino como un estado superior de convivencia en el que el silencio de las armas se convierte en un canto a la vida. Es la ausencia de odios entre ideas y entre hombres lo que permite el florecimiento de sociedades verdaderamente libres y justas. El diálogo, el parlamentarismo, la cultura y todas aquellas manifestaciones que elevan la condición humana deben ser la línea rectora de nuestro tiempo.
Un ser humano alcanza su mayor dignidad no cuando domina con la violencia, sino cuando sabe escuchar y construir consensos. La palabra sustituye al disparo, la razón vence al rencor y la cultura ilumina donde antes reinaba la sombra del enfrentamiento. La incitación al odio debe ser reprimido con contundencia.
Resulta inconcebible que un civil disponga de un rifle con mira telescópica como si se tratara de un simple juguete. Las armas, diseñadas para destruir, no pueden tener cabida en una sociedad que aspira a convivir en paz. Su presencia no solo amenaza la seguridad, sino también la confianza mutua, la base indispensable para la vida en comunidad.
Por ello, debemos entender que el verdadero progreso de la humanidad no se mide en la cantidad de armas acumuladas, sino en la capacidad de reemplazarlas por libros, escuelas, teatros y espacios de diálogo. La paz no es un sueño ingenuo: es el camino necesario para asegurar que cada generación viva con mayor libertad, justicia y fraternidad que la anterior.
Ramón Palmeral