Relato corto.
Cada mañana al asomarme a la terraza la veía leer, siempre el mismo libro, pero jamás alzaba la vista. A veces se tomaba un tazón de café, o leche o té, no sé. De lunes a viernes ella siempre estaba allí de 10 a 11 de la mañana. Una hora que se estaba convirtiendo en un aliciente, en un motivo, para un hombre que está en silla de ruedas. Cuando indiscretamente usé los prismáticos vi que el pasapáginas iba por la mitad del libro, y me sentía feliz. Una vez que tuve médico por la mañana, a la misma hora de la lectora, me llevé un gran disgusto porque no le puede ver.
Ella siempre estaba allí a la misma hora leyendo un libro que poco a poco se iba agotando. Me sentía feliz viéndola leer, a veces, envuelta sólo en una toalla, otras veces despeina. Hasta que un día me dio por coger otra vez los prismáticos y vi que incomprensiblemente iba ya por el final del libro, por el último capítulo, pasaba las páginas a toda velocidad, se le cayeron unas lágrimas, posiblemente por la emoción de la lectura. ¿Cómo me hubiera gustas conocer el título del libro?, para compartir su emoción, y sus lágrimas. Por qué lees tan rápido, me decía. Más lento..., más lento, me repetía. Una mañana pude ver que ya estaba finalizando el libro, en las últimas paginas, cerró el libro, se levantó, se marchó y jamás la volví a ver.
Por Ramón Fernández (28 de agosto)