Con la presentación de un documental en torno a la vida de Joaquín Sorolla, en base a sus cartas que denotaban sus correrías por el mundo del arte, es de destacar que, junto a los numerosísimos lienzos en los que reflejó la vida valenciana, muy especialmente la marinera, también recogió en valiosos retratos la efigie de figuras relevantes de las letras españolas; así, reprodujo a su paisano y gran amigo Vicente Blasco Ibáñez -con la frase con que éste cerró una de sus novelas más inolvidables tituló el pintor su escena «¡Y aún dicen que el pescado es caro!»-, y al dramaturgo Jacinto Benavente, al que conoció en sus muchos años de estancia en Madrid; y al enorme pensador José Ortega y Gasset, así como al excelente lingüista Ramón Menéndez Pidal.

El retrato que Sorolla realizó al autor de Platero y yo fue trasladado a la casa del escritor, primero, en Puerto Rico, donde vivió y murió, y actualmente se encuentra en Moguer, la localidad onubense donde Juan Ramón vio la luz; y, aunque suele estar expuesto en el museo dedicado al creador de Pastorales, que es el domicilio que tuvo la familia Jiménez-Mantecón durante la juventud del literato, actualmente hemos podido contemplarlo en sitio destacado de la escalera en la casa natalicia, porque toda la colección del aludido museo ha sido temporalmente trasladada a la casa natalicia, donde se evoca la figura del literato universal, al que ha hecho ahora medio siglo se le concedió el Nóbel de Literatura, que desgraciadamente no pudo acudir personalmente a recogerlo en la Academia Sueca porque su esposa, Zenobia Camprubí se encontraba gravísima en San Juan de Puerto Rico, donde residía el matrimonio desde su salida de España, en 1936, tras haber recorrido previamente otros varios países americanos.

(Una anécdota de aquel año 1956 fue que, pocos días después de la distinción sueca al poeta andaluz, falleció en Madrid Pío Baroja; y un comentario del veterano periodista valenciano Martín Domínguez, al leer la noticia de la muerte de éste, dijo: «No ha podido superar el sofoco por ver que le concedieron el Nóbel a Juan Ramón antes que a él»).

Curiosamente, y esto es bueno recordarlo ahora, cuando el próximo año se cumplirá medio siglo de la muerte del autor del Diario de un poeta recién casado, el importe de aquel galardón universal no lo quiso para sí Juan Ramón, y lo repartió en dos mitades para la Universidad de Puerto Rico,el país que le acogió en su exilio, y el museo que en su casa de Moguer iba a instalarse, para el que cedió en su testamento todo el valioso material que conservaba en su domicilio portorriqueño o boricua y que ahora puede verse en su pueblo natal: millares y millares de libros, muchos miles de escritos personales, grabados, máquina de escribir y, por todas partes, evocación de su inseparable compañera Zenobia que fue la impulsora y animadora de la actividad del poeta. Él mismo reconoció en alguna ocasión que sin el empuje de la esposa muchas piezas se hubieran quedado en el camino.

Curioso es ver cómo un pueblo sabe reconocer a su hijo más universal; no como otros lugares que parecen emular a los de Nazaret: «¿Ése? ¡Ése es el hijo del carpintero de mi pueblo!» Aunque luego resultó que era el Hijo de Dios. Y no sólo agasajan su memoria con esa casa-museo, sino que en casi todas las esquinas están rotuladas las calles con el acompañamiento en cerámica de frases del Platero. ¡Ah! Y, en lugar distinguido, el retrato que el pintor valenciano realizó allá por los años iniciales del pasado siglo, y que con todo el material almacenado en su casa de Puerto Rico quiso que regresara a Moguer; lo mismo que los restos de Zenobia y Juan Ramón, que también fueron traídos y reposan en el cementerio de la localidad onubense.