Después de Superman, probablemente el cuento que más daño ha hecho
–y siga haciendo– al periodismo (y a la opinión pública) es la
metáfora del «cuarto poder». Ya saben, esa expresión con la que, en el
siglo XVIII, se aludía a la influencia que ejercía la prensa antes de la
Revolución. No hay Facultad de Ciencias de la Información en la que al
menos uno de los profes cuente extasiado a sus alumnos la monserga. «La
función de la prensa es vigilar a los otros poderes? para corregirlos.
Quien maneja la información tiene el control: seréis guardianes del
sistema. ¡Que la fuerza os acompañe!». Los años de carrera escuchando
esta historieta terminan por hacerte pensar, que, en lugar de en un
profesional corriente, te tienes que transformar en un Jedi, en «el
defensor del hombre de la calle, el intérprete de sus necesidades y
opiniones y el auxiliador de la vida democrática sana», como me decía a
mí el profesor Carlos Soria.
La quimera del cuarto poder implica reducir la vida pública a la estatal y asumir que la información y el periodismo no tienen que ver con la verdad (ni siquiera con la veracidad) sino con la conducción de la democracia «por el camino del bien o por el camino del mal». En este contexto, algunos medios, bajo el prisma de «su» bondad, se toman la licencia de ningunear asuntos, exagerar cuestiones o trivializar hechos. La cosa es realmente grave porque, en el ejercicio de su supuesta responsabilidad, se esfuerzan por modelar el parecer ciudadano.
Defender (y practicar) la milonga del cuarto poder, que es la peor perversión relacionada con el periodismo, es no querer entender nada. Supone no admitir que la información es un derecho ciudadano fundamental. Un derecho de todos y todas, no en exclusiva de los periodistas (por mucho cargo que ostenten ni por muy listos y muy buenos que sean). La razón de ser y la legitimidad de las empresas informativas vienen por su capacidad –y su deber– de satisfacer esta necesidad que tenemos de recibir una información auténtica y útil para tomar decisiones libres. Subrayo lo de libres.
El buen periodismo es esencial para la democracia y ostenta una gran responsabilidad. Por eso, requiere de grandes dosis de ética. De su práctica dependen en gran medida muchas decisiones, entre ellas, el voto. Y sí, es cierto: con la información en la mano, podemos acertar o nos podemos equivocar.
Se acercan tiempos convulsos. Superar esta crisis de legitimidad del sistema democrático requiere rectitud no sólo de jueces y políticos. También es ineludible el profesionalismo y la moralidad de los informadores. Una moralidad que no puede estar basada en principios ambiguos e imprecisos, ni en milongas grandilocuentes. Una moralidad que debe fundarse en las obligaciones concretas que esta actividad tiene para con el público. Eso exige no deformar ni manipular, no silenciar y no dar pábulo a rumores.
La quimera del cuarto poder implica reducir la vida pública a la estatal y asumir que la información y el periodismo no tienen que ver con la verdad (ni siquiera con la veracidad) sino con la conducción de la democracia «por el camino del bien o por el camino del mal». En este contexto, algunos medios, bajo el prisma de «su» bondad, se toman la licencia de ningunear asuntos, exagerar cuestiones o trivializar hechos. La cosa es realmente grave porque, en el ejercicio de su supuesta responsabilidad, se esfuerzan por modelar el parecer ciudadano.
Defender (y practicar) la milonga del cuarto poder, que es la peor perversión relacionada con el periodismo, es no querer entender nada. Supone no admitir que la información es un derecho ciudadano fundamental. Un derecho de todos y todas, no en exclusiva de los periodistas (por mucho cargo que ostenten ni por muy listos y muy buenos que sean). La razón de ser y la legitimidad de las empresas informativas vienen por su capacidad –y su deber– de satisfacer esta necesidad que tenemos de recibir una información auténtica y útil para tomar decisiones libres. Subrayo lo de libres.
El buen periodismo es esencial para la democracia y ostenta una gran responsabilidad. Por eso, requiere de grandes dosis de ética. De su práctica dependen en gran medida muchas decisiones, entre ellas, el voto. Y sí, es cierto: con la información en la mano, podemos acertar o nos podemos equivocar.
Se acercan tiempos convulsos. Superar esta crisis de legitimidad del sistema democrático requiere rectitud no sólo de jueces y políticos. También es ineludible el profesionalismo y la moralidad de los informadores. Una moralidad que no puede estar basada en principios ambiguos e imprecisos, ni en milongas grandilocuentes. Una moralidad que debe fundarse en las obligaciones concretas que esta actividad tiene para con el público. Eso exige no deformar ni manipular, no silenciar y no dar pábulo a rumores.