Pedro Sánchez metido en Manuel Azaña/ Composición Palmeral
La comparecencia de hoy lunes en la Moncloa para hacer balance del año dice que vamos muy bien, no menciona los casos de corrupción, "sino acaso personal y falgo" y que si los españole votaron a una mayoría progresista hace dos años que se aguantes, que él seguirá al mando el Peugeot.
Viene bien recordar la orden de Manuel Azaña que dio el 19 de julio de 1936 “Hay
que sembrar el terror..., hay que dejar sensación de dominio eliminando
sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. Sigue siendo el mismo ideario socialista de Pedro Sánchez que evidentemente no ha evolucionado en 80 años, que piensa en el yo político, y no en la democracia alternativa, se excusa en los posibles males futuros de la derecha como si fueran los herederos de Franco. Pedro ve la paja el el ojo ajeno peor no la viga en el propio.
Un hombre que piensa como Manuel Azaña, quedándose ciego de mirarse el ombligo, tapando la corrupción y los abusos sexuales no puede ser presidente de todos los españoles, porque no tiene altura política para gobernar en democracia.
Como ni Largo Caballero ni Indalecio Prieto creyeron en la democracia alternancia política armaron la revolución de octubre de 1934, que fue la primera puntilla mortal al toro de la II República.
................................................El patriarcado socialista....................................
Todo ciudadano tiene la obligación moral de sentirse profundamente preocupado por lo que está ocurriendo en el Gobierno y en el PSOE -bolchevique y socialcomunista-. La sucesión de casos de presunta corrupción y de comportamientos relacionados con acosos sexuales —más allá de su desenlace judicial— resulta especialmente devastadora cuando afecta a un partido que históricamente ha hecho de la ética pública, la igualdad y la defensa de los derechos sociales una de sus principales señas de identidad. Estos comportamientos generan un rechazo profundo, incluso desprecio, porque no se trata únicamente de fallos individuales, sino de quiebras graves de confianza que impactan directamente en la credibilidad del proyecto político progresista.
El daño que todo ello provoca es múltiple. Afecta al propio Gobierno, debilitando su autoridad moral y su capacidad de liderazgo; daña al socialismo como tradición política, al alimentar la idea de incoherencia entre discurso y práctica; y erosiona la calidad democrática en su conjunto, al reforzar el desapego ciudadano y el cinismo frente a las instituciones. Es razonable pensar, además, que esta situación tendrá una factura electoral significativa, especialmente entre votantes progresistas desencantados que exigen ejemplaridad y coherencia.
Dicho esto —y conviene subrayarlo con total contundencia— señalar estos problemas no puede ni debe interpretarse como un intento de justificar, minimizar o relativizar los hechos. No hay eximentes ni atenuantes posibles cuando se trata de corrupción o de abusos de poder, y menos aún cuando estos se producen en el seno de organizaciones que dicen combatirlos. La exigencia de responsabilidades políticas y, cuando corresponda, penales, debe ser clara y sin ambigüedades.
Ahora bien, una cosa es esta condena firme y otra muy distinta renunciar a un análisis crítico del contexto judicial y mediático en el que se producen estas investigaciones. Resulta difícil no percibir que comportamientos igualmente graves —o incluso más— protagonizados por dirigentes de otros partidos reciben en ocasiones un tratamiento notablemente más laxo, tanto en términos de cobertura mediática como de impulso judicial. La sensación de doble rasero, sea o no plenamente fundada, cala con fuerza en una parte de la ciudadanía y alimenta la idea de que la justicia no actúa siempre con la misma intensidad ni el mismo celo.
Desde un punto de vista democrático, lo exigible sería precisamente lo contrario: que el mismo esfuerzo, diligencia e interés mostrados en las investigaciones que afectan al PSOE y al Gobierno se aplicaran con idéntico rigor a cualquier otro partido o responsable público. La igualdad ante la ley no puede ser solo un principio formal; debe percibirse como una realidad tangible. Cuando no es así, se abre la puerta a sospechas incómodas sobre motivaciones políticas, selectividad en las prioridades o influencias externas en el funcionamiento de determinados ámbitos judiciales y mediáticos.
No se trata, por tanto, de abrazar teorías conspirativas ni de negar la autonomía del poder judicial, pero tampoco de ignorar que la justicia opera en un contexto social y político concreto. En ese marco, es legítimo preguntarse si existe una especial animadversión hacia la figura de Pedro Sánchez desde determinados sectores, y si esa animadversión influye —directa o indirectamente— en el clima de hiperdiligencia que rodea cada actuación de su Gobierno. Plantear esta duda no equivale a negar los hechos investigados, sino a reclamar coherencia, proporcionalidad y equidad en el trato institucional.
En definitiva, la posición más honesta y progresista es una que combine dos exigencias irrenunciables: tolerancia cero frente a la corrupción y los abusos, vengan de donde vengan, y defensa firme de un Estado de derecho que actúe sin sesgos, sin favoritismos y sin ensañamientos. Solo desde esa doble coherencia será posible reparar el daño causado, recuperar la confianza ciudadana y fortalecer, en lugar de debilitar, la democracia.
Por ello cuando se rompe la baraja del juego político es necesario tirar la baraja y poner otra nueva con elecciones generales.
Ramón Palmeral




